Viajemos en el tiempo unos miles de años atrás, ahora contemplemos la siguiente escena: un grupo de personas reunidas en torno a una hoguera, intercambiando piezas de cuarzo por carne de caza. Avancemos algunos cientos de años más: vemos a una caravana en la Ruta de la Seda pagando con pequeños objetos brillantes y metales valiosos. Regresemos a nuestro tiempo en pleno siglo XXI, hay alguien haciendo clic en su celular para adquirir criptomonedas. Todos los casos son actos aparentemente simples: comprar, vender, intercambiar; sin embargo, en ese gesto cotidiano se esconde un pacto social que lleva miles de años construyéndose. ¿Cómo puede un pedazo de metal, un papel o un código digital recibir el nombre de “dinero” y convertirse en motor de la economía? La respuesta es compleja y poderosa.
La moneda en sus primeros pasos no era un objeto acuñado de forma oficial, sino cualquier bien que un grupo considerara valioso y lo suficientemente aceptado para intercambiar. Las conchas marinas (conocidas como caurí), la sal e incluso cabezas de ganado funcionaron como “monedas” en distintas culturas. Dicho de otro modo, una sociedad decidía que algo era escaso y, por ende, deseable. El valor estaba allí más por consenso que por la cualidad intrínseca del objeto y, en muchos casos, más allá de su valor de uso.
Con el nacimiento de las primeras ciudades-Estado surgió la idea de que el poder político (reyes y gobernantes) debía acuñar monedas con un sello reconocible y un peso estándar. Este acto simplificaba el comercio y también dotaba de legitimidad a la autoridad emisora. Aquí ya se advierte un nuevo giro en la relación: el valor del metal precioso (oro, plata, bronce) se fusionaba con la garantía que otorgaba el emisor. El acto de “imprimir” valor sobre el metal se convertía en un ejercicio de poder.
En Filosofía del dinero, Georg Simmel (2005) exploró cómo esta transformación contribuyó a desvincular cada vez más el valor del objeto de su carácter puramente material. Para Simmel, el dinero encarna una forma de interacción social, un “símbolo puro” que mide y expresa las relaciones entre las personas. Con el dinero, el trueque no desaparece, sino que se hace más eficiente, al tiempo que las estructuras sociales se tornan cada vez más complejas.
El paso a la Edad Media y la fragmentación política europea dieron lugar a múltiples tipos de monedas, cada una respaldada por diferentes reyes o señores feudales. Sin embargo, es en la transición hacia la Modernidad donde empieza a observarse algo que hoy damos por sentado: la creación de billetes y, con ello, el surgimiento de la moneda fiduciaria. Este término proviene del latín fiducia (“confianza”), evidenciando que lo que sostiene el valor del billete no es el oro o la plata en sí, sino la confianza en que esa promesa de pago será respetada. De este modo, el valor pasa a ser completamente simbólico.
En El capital, Karl Marx (1976) analizaba cómo el trabajo y la mercancía se convierten en un fetiche, otorgando a los objetos un “poder” casi mágico por encima de las personas. Aunque su reflexión se centra en la mercancía, la aplicación al dinero es también posible: si el oro y la plata ya fascinaban por su brillo y escasez, el papel moneda terminó por enfatizar aún más ese aspecto simbólico. Un billete es, en esencia, un trozo de papel, pero a la vez encarna la promesa de todo un Estado.
Así, desde los primeros billetes emitidos en la China del siglo X (Dinastía Song) hasta los modernos dólares y euros, la fuerza reside en la creencia colectiva de que esa moneda puede intercambiarse por bienes y servicios reales. Cuando esa confianza se resquebraja —como en los episodios hiperinflacionarios de la historia— el papel se queda, literalmente, en la nada. Basta con recordar los basureros venezolanos de hace algunos años, llenos de billetes que valían nada para todos.
El siglo XIX y el XX trajeron consigo la consolidación de los bancos centrales y el establecimiento de sistemas monetarios con anclajes como el patrón oro. La promesa era sencilla: cada billete representa una cantidad de oro almacenada en las reservas de un gobierno. Esto, en teoría, daba seguridad a quienes temían que un exceso de impresión de billetes desatase el caos. Sin embargo, las guerras mundiales y la necesidad de financiar grandes proyectos nacionales condujeron a emitir más dinero del que realmente estaba respaldado en oro, generando inflación y desconfianza. Con la suspensión de la convertibilidad oro-dólar en 1971 por parte de Estados Unidos, la mayoría de monedas del planeta quedaron sin un referente metálico. A partir de entonces, el dinero se convertiría definitivamente en un asunto de credibilidad gubernamental y manejo macroeconómico.
Este hito no significó el fin de la confianza, sino un salto a un nivel más abstracto. El valor del papel moneda pasó a sostenerse en políticas monetarias, tasas de interés y la reputación (a veces frágil) de los bancos centrales. El acuerdo de Bretton Woods (1944) había asentado la idea de un dólar fuerte respaldado indirectamente por el oro; su fin marcó el comienzo de un mundo donde la moneda es casi 100% fiduciaria. Sin embargo, la evolución no se quedaría ahí, estaba a punto de dar un salto aún más etéreo.
Con la llegada de la era digital, surgieron nuevas formas de intercambio y pago: tarjetas de crédito, plataformas de pago en línea y, finalmente, las criptomonedas. En 2009, Bitcoin irrumpió como un experimento ambicioso: dinero descentralizado, sin la intermediación de un banco central, y basado en tecnología blockchain. La innovación radica en que, en teoría, ningún gobierno puede manipular su emisión, y la seguridad de las transacciones está garantizada por protocolos criptográficos.
Este fenómeno ha llevado la confianza a un nuevo territorio: se confía en el código, en un sistema distribuido globalmente de nodos y mineros que validan transacciones, y no en una sola institución. Para David Graeber (2012), autor de La deuda: Los primeros 5,000 años, el propio concepto de deuda y dinero se enraíza en estructuras sociales muy antiguas, donde la reciprocidad y la obligación mutua crearon la base para cualquier sistema económico. Desde esa perspectiva, Bitcoin y otras criptomonedas representan una posible vuelta a mecanismos de confianza comunitaria, sólo que ahora con alcance planetario y una capa técnica sumamente compleja.
No obstante, la volatilidad de estas monedas digitales y la falta de regulación clara hacen que la confianza se ponga constantemente a prueba: un simple rumor puede disparar o hundir su valor en cuestión de horas. En este sentido, se evidencia cuán frágil puede ser el pacto social que sostiene la moneda, sobre todo cuando no hay un Estado formal que respalde su curso legal. Además, lo radical de esta propuesta aún encuentra una resistencia natural, es muy común que los criptobros más experimentados intenten cambiar sus ganancias en criptomonedas a un sistema bancario tradicional.
La evolución de la moneda es parte importante de la historia de la economía, además de un relato donde confluyen la sociología, la filosofía y la antropología. Tal como enfatizaba Simmel, el dinero es el gran mediador de las interacciones modernas: facilita los intercambios, crea distancias sociales y, al mismo tiempo, puede acercar a las personas a través de mercados globales. Esto lo convierte en un buen prisma para observar la cultura y la forma en que organizamos nuestras relaciones.
El dinero nació en el terreno de lo tangible —oro, plata, piedras preciosas, etc.— y fue migrando progresivamente hacia el reino de la confianza mutua. Esta transición, de un valor ostensiblemente “real” a uno puramente simbólico, habla del ingenio humano para crear herramientas que faciliten la vida en común, pero también de los riesgos de depender de instituciones y sistemas que sólo existen en la medida en que todos creen en ellos. Pese a su fragilidad, el dinero no parece tener rival como instrumento universal de intercambio.
Lo fascinante es que, a cada paso de esta historia, se repite el mismo patrón: la moneda, sea cual sea su forma, cumple el rol de mediadora social. No es la materia en sí lo que otorga valor, sino el acuerdo, el consentimiento de quienes la usan. A veces, ese consentimiento proviene de un rey, un ministro, un banco central o un algoritmo descentralizado; pero, al final del día, la base sigue siendo la misma: la confianza. En un mundo con más incertidumbre que nunca, esta paradoja —nuestra mayor fortaleza y a la vez nuestra mayor debilidad— perfila el futuro de la moneda como el terreno donde se libran tensiones políticas, técnicas y culturales. Quizá sea ahí donde radique su poder más cautivador, intercambiamos todo: bienes y servicios, pero también historias colectivas que sostienen, como un delicado hilo, la economía global.
Sergio Suárez
Redactor en EXPOSTEntusiasta de los libros, las películas, la música y la semiótica. Consumidor compulsivo de Internet, la tecnología, los videojuegos y los memes. Metalero true pero ya no puede hacer headbanging. Desarrollaba contenido antes de que eso fuera cool.
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